Elaboración / La flor
El Velo de Flor
Sin duda, es un tesoro de la práctica enológica y el factor clave en la genuina personalidad de la Manzanilla.
Durante el proceso de fermentación, aparecen unos seres vivos que poco a poco van colonizando la superficie del vino hasta cubrirla por completo. Es lo que se conoce como “velo de flor”. Se trata de un manto blanco de levaduras que se alimentan principalmente del alcohol y la glicerina del vino, interactuando con él durante su envejecimiento y aportándole unas características especiales.
Este manto de levaduras protege a la Manzanilla del contacto con el oxígeno del aire,por lo que conserva ese color entre amarillo pálido y dorado que la caracteriza. Es la llamada crianza biológica.
En Sanlúcar de Barrameda, por su localización geográfica y peculiares condiciones climáticas, el velo de flor tiene una composición especial que solo se da en esta zona de crianza y que hace que la Manzanilla sea distinta a cualquier otro vino.
Este velo de flor sanluqueño aporta a la Manzanilla matices únicos: es especialmente ligera, delicada, con sugerentes notas salinas y ligeramente amargas.
Los retos de la crianza biológica
La evolución de la Manzanilla está, por tanto, comandada por la acción de las levaduras. Podemos decir que se trata un “vino vivo”, y que, como tal, requiere en su elaboración de un especial cuidado que garantice la supervivencia y la actividad de estos microrganismos.
Así, cuestiones como el mantenimiento de una determinada graduación alcohólica en torno a los 15º – para que las levaduras puedan nutrirse del alcohol, sin que la graduación se eleve por encima de esta cifra, lo que las destruiría-, ofrecer al velo de flor las condiciones microclimáticas óptimas para su desarrollo o el extremo cuidado en los trasiegos de vino para no dañar este manto de levaduras, constituyen importantes retos en la práctica bodeguera sanluqueña.
¿Sabías que?
El terroir de la bodega
El velo de flor sanluqueño precisa de unas condiciones concretas de temperatura y humedad que, por un lado, obtiene del propio enclave de las bodegas y, por otro, de los elementos estructurales de estas catedrales del vino.
Estos elementos acaban conformando un segundo terroir en el que habitan y se desarrollan unos particulares seres vivos que interactúan con el vino durante su crianza.